Convocatoria 13º Aniversario de Viví Libros – Tercera Parte

Trascribimos el resto de las participaciones a continuación. ¡Qué disfruten la lectura!

RECURSOS HUMANOS
No le pregunté si le gustaban los labios rojos. Fui a la perfumería para buscar el lápiz de labio que lo dejara sin aliento al verme. Esa es la mujer que busco, seguro diría apenas entrara al boliche. Este rojo, me mostró la vendedora. Te juro que no desaparece cuando te bese, continuó. Dudé. No estaba segura de que me iría a besar. No me importaba nada. Me habían asegurado que estaría en la barra sin nadie. Ana me prometió que iba a correrle cualquier mujer que estuviera dispuesta a hablarle. Es tuyo, esta noche es para vos, ella me había explicado cuando me llamó por teléfono para apurarme. Ana se despidió con un estás segura de que no te llevo antes el vestido negro. Paso por tu casa. Estamos cerca, me replicó. No dejá, no hace falta, contesté. Me arreglo con un par de pantalones y una camisa, le dije. Por favor, me contestó. No entendés nada. No va a ser una salida escolar. Mirá que esto no es Bariloche. Por favor, nena. Voy a tu casa y te llevo el vestido negro. Tengo dos. Te los probás y vemos. No me dejó relajarme con un baño. Yo quería eso. Escuchar música, meterme en la bañera llena de agua tibia. Mientras hablaba por teléfono con Anita vi sobre la mesada el Nothing compares to you de Sinead O’ Connor. Disfruté con la idea de sumergirme llena de jabón y resbalarme hasta que el agua me cubriera. Subiría hasta que las primeras burbujas de jabón me taparan la boca y después de un rato con mucha súplica de O’ Connor en la cabeza, bajaría hasta lo profundo, hasta que los dedos de los pies tocaran la canilla. Pero no. Sonó el portero y la voz de Ana me quitó la posibilidad del sosiego. Subimos al ascensor con el pibe del quinto asistiendo a las instrucciones de Ana. No tenía tiempo que perder. Solo para revisar la ropa y asesorarte. El pibe miraba el tablero que indicaba los pisos y de reojo los dos vestidos que Ana, para no desperdiciar las horas, ya me lo había dicho, me traía. Por suerte bajó. Yo estaba en el sexto. Saludó con un suerte para esta noche y un ojalá se te dé, con tanta confianza como si nos hubiésemos tratado desde siempre. Ana guardó silencio el poco trayecto que faltaba. Ella misma abrió la puerta del ascensor con apuro y con paso decidido fuimos hasta la entrada del departamento. Una vez dentro, aprobó el lápiz de labio. No tengo tiempo para pintarte. Es una lástima. Si querés la llamo a Beba, para que te dé una mano. No la pienso llamar para eso, retruqué. Bueno, bueno, exclamó mientras ponía la ropa extendida en la cama. No me muestres el pantalón que te ibas a poner. Agitó en la mano el primer vestido con algo de brillo y escote profundo. Sin corpiño, entendés. Pero… Pero nada, me paró. Es corto, dije. No tengo buenas piernas. Mucha rodilla. Vos estás loca, me replicó. Ponételo. Obedecí. Me quité primero el jean, después la remera. No la escuchaba. En mi cabeza sonaba Nothing compares cada vez con más fuerza. Una vez que me lo puse traté de estirarlo. Imposible. Así, perfecto, gritaba Ana. No te pruebes el otro. No hace falta. Mirate al espejo, por favor. Sos otra. Caminá por el pasillo que da la pieza. Dale, como si lo buscaras en la pista. La dejé que diera indicaciones. Controló la pintura. Me dejó su rimmel. Me hizo sentar para recogerme el pelo. Buscamos zapatos con tacos. Altos, sabés, me explicaba. Tenía un par al que le saqué brillo con la colcha que cubría la cama. ¡Qué cambio! Por favor. Sos otra. Seguro que se tira encima. Ni se te ocurra tratar de esquivarlo. Bueno, me tengo que ir. Mañana llamame para ver cómo te fue. La acompañé a la puerta de calle con una sonrisa. Quería estar sola. No me daban las piernas para entrar a la bañera. Alcancé, apenas entré, a prender el equipo de música. O´Connor me estaba esperando. Escuché Nothing compares varias veces. Salía del baño con la toalla para volver a ponerlo. Ana no volvería. Subí la música. Me sequé todo el jabón y el agua que llevaba encima. Tenía la cabeza mojada. Con el secador volvería a mi mismo pelo de antes. Necesitaba la ropa para decidirme. Me puse el vestido y los zapatos. Fui al espejo para verificar que era otra. Me pinté los labios con el color con que lo iba a entusiasmar. Busqué un cigarrillo y el coraje que escondía desde hacía tiempo. La música era mi aliada. Iría a tomar a tomar algo antes de entrar, algo de alcohol que me empujara. Doce de la noche. Había pasado bastante desde que Ana se había ido. Tenía fernet y Coca en la heladera. No estaba mal hasta encontrar un bar. Tomé dos vasos. Me dio fuerza. Me reí porque se me ocurrió pensar que nada ni nadie me aseguraba que él iba a estar. Iría a ganar una batalla sin enemigo. Dejé el vaso en la cocina y guardé el poco fernet que quedaba en la alacena. Apagué las luces del dormitorio y del living. Salí al pasillo para esperar al ascensor. Entré y toqué el botón de planta baja. Se paró en el quinto. Subió el pibe. El mismo pibe de antes. Te queda bien el vestido, me dijo. No le contesté pero me reí. El fernet me ayudaba a ser espontánea. Quisiera ser el otro, siguió. No hay nadie seguro, repliqué. Confieso que me gustó que dijera algo así como que los dos estábamos en lo mismo. Todavía persistía Nothing compares en mi cabeza. Ya en la calle mi vecino me invitó a tomar algo. Solo antes de que vayas a conocer al otro, al que parece estar, dijo riéndose. Yo también me reí. Fuimos hasta la esquina en silencio. Era solo un poco más alto que yo. Se quedó parado esperando a que me decidiera. Sin que yo contestara paró el primer taxi que pasaba. Subí con él porque tenía a O’ Connor conmigo y, además, porque ya había comenzado a pensar que desechar lo cierto es el primer paso que nos conduce a la imprudencia.

Guillermo Fernández, de Buenos Aires, Argentina

LOS “TRABAJOS” DE FERMÍN
Como cada mañana, Fermín se levantó temprano, desayunó y se dispuso a caminar los diez minutos que, calculaba, le llevaría llegar hasta el coche para ir al trabajo. Jamás hubiera imaginado que lo que estaba a punto de pasar cambiaría por completo su vida.
Lo primero que hizo fue pisar una enorme y fresca mierda de perro que había alojada en el portal de su casa. ¡Menuda mierda! -pensó- vaya manera de empezar el día.
Fermín no era supersticioso, no, pero tampoco era muy listo. Por eso, cuando encontró en el suelo un llavero con una pata de conejo, vio por primera vez la Autoescuela Trébol, y el chico de la administración le dijo que su boleto estaba premiado, se dijo a sí mismo que ya era suficiente. Así fue cómo, de manera totalmente meditada, Fermín decidió volverse un hombre supersticioso.
Como era un supersticioso sin vocación, se dispuso a investigar sobre hechizos populares comprando libros e investigando en internet, por lo que terminó convirtiéndose en un verdadero experto en la materia.
Ahora Fermín es un entendido… un técnico. Domina todos los procedimientos que proveen la buena suerte y los que ahuyentan a la mala fortuna. Cuando desayuna tiene mucho cuidado de no poner el pan boca a bajo, aunque también sabe que, si hace tres cruces en el aire, podrá alejar las desgracias presagiadas. Antes de levantarse de la mesa aprovecha para tocar madera, que además le costó una fortuna y tiene que amortizarla, luego se mete unos dientes de ajo en los bolsillos y se echa un puñadito de sal sobre el hombro izquierdo.
Fermín ha dejado su trabajo y ha montado su propio negocio, una tienda esotérica. Ha invertido en ella todo lo que tiene, sabiéndose poseedor de buena fortuna. Por supuesto, ha utilizado todos sus conocimientos para dar a su negocio una protección a prueba de cualquier incidente. No queriendo dejar nada al azar ha realizado el ritual de protección contra robos, el hechizo de protección personal y el que aleja las energías negativas. Puso cuarzo detrás de la puerta de entrada del local y clavó seis agujas en cada una de las esquinas de un limón que dejó reposar por 21 días en un círculo de hierbas trituradas, tiempo suficiente para recoger las energía negativas.
El día de la inauguración, cuando el local estaba lleno, Fermín se tocó satisfecho el bolsillo del pantalón en busca de la pata de conejo que encontró el día que cambió su vida, justo en el momento en que una chispa saltaba del cuadro de luz y prendía fuego a una sala abarrotada de velas y cojines.
Contra todo pronóstico, Fermín lo perdió todo. Tanto confió en su suerte, tan abstraído estuvo machacando albahaca, laurel, mezclando tomillo, romero y salvia… encendiendo velas y creando círculos protectores, que olvidó lo más importante: pagar el seguro de su negocio. Hoy, mientras vende sus conocimientos en el puesto que instala todos los martes de mercadillo, Fermín cuenta con tristeza que, aquel día, con las prisas, se levantó con el pie izquierdo.

Sasa Sosa, de la Isla Gran Canaria, de las Islas Canarias, España

El 13, una marca en mi vida
Me desperté sin mucho afán ¡hoy no tenía que ir a trabajar! Pero había cosas pendientes en la oficina, justo en este día 13 iniciaban mis vacaciones. Llevaba ya 13 años en esa empresa y sentía que ya me hacía falta un cambio, necesitaba respirar otros aires.
Toda la noche había llovido pero aún así amaneció el día muy radiante, abrí la ventana y sopló un viento fresco que golpeó mi rostro llenándome de vitalidad, el aroma a humedad, ese olor a tierra mojada me encantaba.
Quería estar ya en la calle, para antes de llegar a la oficina disfrutar del día, así que me bañé y desayuné de forma apresurada. Tomé los discos compactos que tenía en la mesa y unos folders para salir presuroso, pero antes de cruzar la puerta sentí que un frío recorría toda mi espina dorsal nunca antes me había pasado, pensé que sin duda estaba a punto de resfriarme, de pronto, a lo lejos escuché el aullar de un perro como hacía mucho no lo escuchaba.
El aullido era lastimero ¡No! Mejor dicho era un aullido de miedo, sí de miedo, e hizo que la piel se me erizara de terror, mi madre me había contado que cuando los perros aullaban de esa forma es porque presentían una tragedia o veían a la muerte.
Salí y cerré la puerta tratando de retirar de mi mente esos recuerdos de presagios al tiempo que miraba el enorme charco que había frente a mí, tendría que dar un brinco cuando menos de un metro si no quería hundir mis recién lustrados zapatos en aquella agua anegada.
El animal no dejaba de aullar, y otros perros se habían unido a esa terrorífica sinfonía la cual comenzó a taladrar mi cerebro y con determinación me dispuse a dar el gran brinco, quería alejarme de ahí y dejar de escuchar esos aullido que me estremecían.
Sujeté fuertemente mis cosas y logrando un gran impulsó volé sobre el charco, como todo un gran atleta, mi pié derecho tocó el pavimento pero claramente sentí como resbalaba al tiempo que mi pie izquierdo buscaba encontrar equilibrio, el aterrizaje me provocó un fuerte dolor en la nuca, patiné un buen tramo pero logré no caer, aunque el dolor se incrementaba; sin duda mi cuerpo había resentido el no haber caído con seguridad.
Caminé lentamente hacia la parada del autobús para disfrutar de la brillante mañana pero ¡oh, sorpresa! El día se empezó a nublar haciendo de aquella mañana límpida sólo un recuerdo, poco a poco el ambiente se entristeció. Después de haber recorrido un par de calles reparé en que me hacía falta un disco compacto, sin duda se me había caído en el gran charco sin que me diera cuenta.
Regresé sobre mis pasos la gente caminaba presurosa, choqué con algunos de ellos los cuales ni se inmutaron, parecía como si yo no existiera como si fuera sólo un fantasma que deambulaba en ese mar de gente que, sin importar lo que ocurría en su rededor, se dirigía a sus actividades –pensé- ¡Esta sociedad des humanizada en la que vivimos!
Conforme me acercaba a mi domicilio reparé en el tétrico aullar de los animales el cual se incrementaba conforme me acercaba a mi hogar, ya muy cerca de donde vivía vi a varios de mis vecinos arremolinados fuera de mi casa, ¡Algo había pasado! ¿Entrarían a robar? ¿Qué pasó? Ya muy pronto lo sabría, estaba a unos metros de distancia.
Los comentarios de mis vecinos empezaron a llegar a mis oídos:

– ¡Qué tragedia!
– Sí, para la de malas en un ratito.

No alcanzaba a ver muy bien pero distinguía un cuerpo tendido entre toda la multitud. ¿Quién será? ¿Qué le habrá pasado? Me preguntaba sin atinar quién sería el que estaba ahí, pues al parecer mis vecinos lo conocían.
Cuando por fin pude ver de quién se trataba no daba crédito a lo que tenía frente a mí, la persona que estaba tendida la conocía muy bien era… ¡Yo! Me había desnucado y permanecía inerte, mis discos y mis folders regados alrededor mío. El aullido de los perros se incrementó al unírseles los perros de mis vecinos. Sentí una presencia detrás de mí y vi una gran sombra que se proyectaba, no necesitaba voltear sabía muy bien quién había llegado por mí.

José Juan Espinosa Mercado, de la ciudad de México Distrito Federal, México

Tenía una edad indeterminada que nunca confesó. Bajita, menuda, caminaba despacio sin hacer ruido, casi como pidiendo permiso .Solía llegar a horario y por lo general nunca faltaba. El motivo de consulta era, como ella decía, “ataques de pánico”. A veces, cuando se subía al colectivo la asaltaba un dolor fuerte en el pecho y en el brazo izquierdo y sentía que se ahogaba… Pero Magdalena tenía además una particularidad. Cuando hablaba conmigo, en esas tardes calurosas, sacaba una libretita roja y anotaba. ¿Qué cosa anotaba? Números, números que después jugaba a la quiniela… Al final de la sesión me repetía: hoy voy a jugar al 13, al 22 y al 56… y así se sucedía su creencia cabulera… Un día, al contrario de otros, anotó un número de cuatro cifras… el día del nacimiento de un hombre que acababa de conocer: 1949 ¡No voy a poder olvidarme! A la sesión siguiente faltó y ya no vino más… Me dejó dicho en el contestador: Dra. ¿sabe que me curé? ¡Ayer gané en la quiniela un montón de plata!!!

Tyché (seudónimo), de San Justo, Buenos Aires, Argentina

REGRESAR
Un punto, y otro, y otro punto, y así sucesivamente hasta convertirse en una larga línea negra que me marcaba el camino. Lo seguía con la lentitud y el temor doméstico que nos dan tantas cosas que apenas conocemos. El problema era que no tenía la menor idea de cuánto tiempo continuaría la línea ni a dónde conducía y si yo, en mi supuesta cultura, estaba haciendo lo correcto.
Lo supe después de un par de años de caminador tras ideas hipotéticas que no concluían o lo hacían de mala manera. ¿Por qué había sido tan insípidamente crédulo? ¿Por qué el supuesto razonamiento que me (nos) adornaba como seres humanos, había sido tan pobre y tan mezquino como para no decirme: ¡oye, no seas idiota!…?
Lo cierto es que al concluir el segundo año de “caminante no hay camino”, me detuve y comencé a desandar puntualmente distancia y tiempo recorridos. Al voltear una curva de algún día o alguna semana, que me encuentro con un hombre adornado con prendas y collares, algo a manera de sombrero en la cabeza, tatuajes y una vara maciza de unos dos metros de largo que al verme me dijo en su quichua intacto:

– Ari. Imanallatak kashkanki, imanallatak kawsankichu maymantakauk? Alli-puncha

Como no entendía el lenguaje entre musical y ríspido, simplemente le dije:

– ¡Igual para usted! Y continúe mi camino. Nunca lo volví a ver.

Pero su presencia me llevó al pensamiento de que yo, por supuesto, no creo en la superstición. No creo en las cábalas, las ficciones o fetichismos. El tema era, como lo mantienen los entendidos, una valoración excesiva de algo que no es, que no existe. ¿Por qué perder el tiempo en pensar que si paso debajo de una escalera algo malo me sucederá?, o si vivo en el piso 13 u ocupo la oficina 13, o dejo el sombrero sobre la cama, o si un gato negro atraviesa delante de mí… ¡por favor! Ya estoy un poco crecidito y con excepción de seguir un camino de puntos negros o encontrarme con un Shaman o regresar a dos años de mi pasado o convertirme en otro ser desconocido; sigo siendo abierto, centrado y razonable. Sigo siendo el mismo levantándome cada día pisando el piso con el pie derecho… por si acaso.

Julio Tarré Andrade, de Ecuador

EL GUALICHO
Buscando hacer retornar a su novia, Teodoro entrevistó a una hechicera.
La “chamán” lo hizo pasar, escuchó sus lamentos y le dio una receta para su “mal de amor”:
– Debe atravesar una fotografía de Zenaida con tres agujas enhebradas con hilo rojo y buscar una araña patona- las que yo llamo juanitas- colocarlas sobre la foto y ocultar todo bajo una piedra mediana, cuidando que no se escape la araña, por supuesto sin aplastarla. Después le dijo que sus gualichos no fallaban nunca, pero que no sabia cuanto tardaría el regreso de Zenaida.
Al preguntarle cuanto le debía, ella le respondió:
– A su voluntá.
Para no pasar por amarrete, Teodoro colocó sobre la mesita, tímidamente, un billete de $ 100.- Después de un breve saludo se dio por terminada la consulta.
Pasados varios años Teo, recibió en su celular un mensaje de texto firmado “Zenaida” que recordaba su amor y estaba decidida a casarse con él. Citándolo para el Registro Civil, el Martes 13 del mes siguiente. Así sucedió y la novia acudió muy elegantemente vestida, pero cubriendo su rostro con una gasa a la manera hindú, dejando solo al descubierto sus ojos. Con gran emoción se realizó la ceremonia civil y Teodoro la llevó a su casa prodigándole besos y caricias apresuradamente, pero sin retirar el velo. Calmado el fervor amoroso, ella descubrió su rostro y… estupefacto, Teo se puso blanco como un papel y se desmayó. Lo que vio era ¡obra de mandinga! El rostro de Zenaida estaba cubierto por una tela de araña tejida con hilos rojos. El gualicho prometido se había cumplido, ¡pero su mujer era un monstruo!

Rita Bonfanti, de la ciudad de Santo Tomé, Provincia de Santa Fe, Argentina

LA NIÑA BLANCA GELINDA
No voy a escribir ningún relato imaginario, entre otras cosas porque para mí es mucho más fácil dejar aquí lo vivido. Crecí en un rincón de África, acunada por el atlántico y arropada por el ecuador, en donde el mero hecho de vivir ya era toda una aventura. Mi mundo de niña se movía a caballo entre lo racional y lo irracional; entre los cánones de la verdad y la superchería. Mi padre, tenía el deber y la obligación, de perseguir a la secta del “Mboeti” cuyo mundo se movía entre las tinieblas y el horror del canibalismo. Seres inhumanos que sumían a los incautos en un macabro círculo sin solución, mediante un ritual en la espesura de la selva más profunda y sombría, de esa mágica y bendita tierra que me vio nacer. El lúgubre sonido de los tambores de piel humana; el roce de las ajorcas con cada movimiento de los pies; el monstruoso “Ebú”- dios del mal -de piedra, o caoba africána – apuntando al único resquicio de cielo por donde asomaba la luna; en esas noches de luna propicias para el ritual. El sudor perlando la piel de los cuerpos desnudos de esa gente oscura, y sus siluetas como sombras chinescas, recorriendo el poblado salpicado de hogueras aquí y allá. El hombre bueno se rinde a la batalla embotado de “topé” – vino de palma – y flaqueado por la” iboga” alucinógena fundida en el vino. El Hombre bueno ya no tiene esperanza. El “tangani” – hombre blanco – no ha llegado a tiempo. Ahora solo se escucha el saaahhh…saaahhh…de los pequeños huesos de infante que penden de las ajorcas. El silencio es mortal. Solo el saaahhh, saaahhh, y nada más. En el suelo, a los pies de cada ser oscuro, un cuenco de barro con carne del desdichado que sacrificaron para el ritual. No es complicada la caza; suelen ser niños de los poblados que juegan ajenos a ese inframundo, mientras las madres cultivan los minúsculos campos de cacahuete, ñame, o yuca. El nigromante come; le siguen los acólitos y tras ellos el hombre bueno sin esperanza.
……………………………………………….
En la estancia principal de la finca de café, los comensales charlan de esto y de aquello, entre sorbos del humeante café secado al sol en los secaderos, y el aromático olor añejo del coñac, con el que el anfitrión ha llenado sus copas. Con tal de tener a alguien pequeño con quien jugar, la niña blanca Gelinda enfrascada en esconder en un bolsillo del pantalón las pequeñas crías de rata, que ha encontrado en una vieja cómoda en el desván de la gran casa, de galerías corridas y suelos bruñidos, no repara en la mujer de rostro escarificado que aparece en la estancia gritando y arrancándose el pelo como una posesa. No parece verla, pero ella la tiene tan cerca que hasta puede ver sus dientes limados y afilados como los de un tiburón. La horrible visión le parece irreal, más que otra cosa, porque su padre la coge en volandas poniéndola a salvo entre los brazos de un criado. El capataz de la finca traduce con rapidez lo que la mujer repite una y otra vez en la lengua fang de sus ancestros…
– “Masa” – señor -. Pide que se haga justicia.
Ahora los gritos dan paso al silencio. No se mueve, solo busca con los ojos a la niña blanca Gelinda, que se agarra con fuerza al criado, volviendo la cabeza.
– La secta del Mboeti se ha comido a su pequeño, y a ella no le han dejado ni el dedo meñique de su hijo…
Y la niña blanca Gelinda no comprende lo que está pasando, pero los ojos de esa mujer le horrorizan, y sus dientes le ponen la piel de gallina.

Gudea de Lagash (seudónimo), de Murcia, España

Me dicen escribite un relato, algo corto, bueno digo, ¿qué querés que te relate? Me dicen, algo sobre el 13 y la mala suerte, no digo nada, me quedo masticando varios días sobre el tópico en cuestión, caigo en la cuenta de que no soy supersticioso, aunque, no es mucho decir, un poco lo soy, nunca te paso bajo una escalera abierta, y hago todo lo posible para que no se me cruce un gato negro, ni hablar de abrir un paraguas bajo techo, eso desde ya, nunca. Pero bien, eso es como mucho lo que respeto, por eso mismo sigo dando vueltas y vueltas y no se me ocurre nada que escribir, podría poner algo con la sal, los saleros y esa parálisis que me toma cuando algún comensal me pasa el salero sin apoyarlo previamente sobre la mesa. Don Furgo, el padre de mi novia estalló en risas cuando así me vio, en su casa, el día aquel en que fui a la cena en que pedía la mano de su hija. El hombre, testarudo él, insistía e insistía: Gabriel abra esa mano, agarre el salero. Yo lo miraba, ojos bien abiertos, gota de sudor corriendo por mi cuello, y nada hacía. Hasta que sin decir palabra, opté por continuar la comida desabridamente, es preferible la falta que la mala. Cintita, mi novia, no es ese su nombre real, es sólo un juego que armamos entre los dos cuando le coloqué en su delgado tobillo derecho, una bella cinta roja contra la envidia. No está de más decir de su belleza y los peligros que ella encarna ¿no?; decía, Cintita amante hija de su padre, no tuvo mejor idea que estirar su brazo, suspender sus dedos en el aire y tomar el dichoso salero directamente de la mano de Don Furgo, y al tiempo que decía, este Gabriel es tan supersticioso. Sí, sabiendo que yo no lo soy, que simplemente soy una persona precavida, un simple hombre enamorado que hace todo lo posible para que una jornada especial transcurra en armonía, una armonía que preanunciara nuestros próximos pasos al altar. Pero Cintita es así, impulsiva. Una mujer maravillosa que acompaña cada una de mis noches desde aquella noche en que, luego de lo sucedido llegó el estrépito de los platos cayendo al piso en la cocina, la ventana abriéndose de pronto y el viento volcando ese candelabro que decoraba la especial cena y las llamas de sus velas prendiendo en las cortinas de voyle púrpura y, como todos estaban ya en la cocina ayudando a la mucama que se encontraba despatarrada en el piso luego del resbalón que pegó cuando traía la bandeja con cafetera, tazas, azucarera y cucharitas, no vieron como el fuego se expandió por el mantel y los muebles mientras yo salí andando con pie derecho por la avenida aferrado a esta pata de conejo que siempre guardo en el bolsillo del pantalón. Y bien, sigo ahora sin saber sobre qué escribir, si sobre esos sueños con Cintia y su vestido blanco, sobre los paquetes con moño de los regalos del casamiento que no fue o simplemente le digo que no se me ocurre nada sobre el tema y cruzo los dedos para que no tomen a mal mi actitud…

Walter Rosenzwit, de Buenos Aires, Argentina

13 y martes: las seis de la tarde, 40º de temperatura en la calle, manga corta, sombrero arriba, botellín de agua en la boca y abanico en la mano… Mientras, Teresa espera la llamada por el telefonillo de su amiga Carmen par ir de shoping. Ring… ¿eres Carmen?, Si, ábreme que subo.
Teresa sorprendida y socarronamente le dice ¿pero como vienes con tu gato negro?, si aun fuera de color blanco, soportaría algo mejor este calor tan tremendo.
Carmen le dijo que su marido se había ido de viaje de trabajo y pensó que el marido de Teresa se lo podría cuidar.
Teresa: ¡Anda, pásalo aquí y vamos rápido a la calle!
Recorrieron todas las tiendas, disfrutaron como dos modelos de la Fashion week. De repente, Teresa se acordó (por culpa o gracia del gato de Carmen) que necesitaba un suéter negro para su pantalón. Revolvieron los stands y se trajo uno muy negro con mucho brillo.
Al regresar a casa, Javier el marido de Teresa, se había desvanecido y ésta, pensó lógicamente que, habría sido por el calor tan agotador que estaban pasando. Nada de nada, Javier le contó que no había podido soportar el ver y recordar tras ese gato negro, lo gris de su vida ahora que estaba a punto de aclararse y que por culpa de ese bicho todo había vuelto a empeorar en su apreciación vital.
Al tiempo Javier falleció y aquel suéter le sirvió a Teresa de luto para su funeral. Entre los nervios y los sollozos, se secó las lágrimas mientras apartaba un pelo negro (como de gato) que se le había entralazado en la manga de aquel suéter. Se alegró de recordar, a través del brillo esperanzador del jersey que, al final de su vida, Javier había podido reconciliar su situación psíquico-espiritual y que a pesar de todo y en situaciones que nos parecen menos favorables, acabamos experimentando que «no hay mal que por bien no venga».

Mª Elena Arenaz Erburu, de Pamplona, España

¡Pucha Víctor!
Era un martes 12 de Abril, Víctor llegó como todos los martes a las tres de la tarde, se acercó me saludó y se acostó cómodamente en el sillón.
Comenzó a hablar, se lo notaba nervioso, con un ligero temblor en su voz.
– ¿Es que sabe, sabe lo que pasa?, mañana….mañana…. (Silencio)
– ¿Qué pasa mañana Víctor? Cuénteme.
– Mañana es 13, entonces…… (Silencio)
– ¿Entonces Víctor?
– Es que no me gustan los días 13, son de mala suerte, todo en mi vida, todo, ¡Pero todo lo peor! me pasó un día 13. ¿Quiere que le cuente?
– Sí, Víctor, cuénteme.
– Un día 13 murió mi padre de un ataque al corazón, otro día 13 me separe de mi mujer, que fue el amor de mi vida. Otro día 13 entraron a mi casa y me robaron los pocos ahorros que tenía. Es por eso… ¿Entiende? Es por eso que no quiero que existan los días 13. Entonces ¿Sabe que hago esos días de mala suerte?, los días 13, ¿Ud. me entiende?
– No, no entiendo, dígame, Víctor ¿Qué hace esos días?
– Y bueno esos días opto por no ir a trabajar, no recibir visitas, ni salgo de mi casa, en fin me aíslo. Es como una protección ¿Ud. me entiende no? Es como una protección contra la mala suerte.
Y los meses pasaron, acompañados de Víctor que llegaba todos los martes a las tres de la tarde, me saludaba y se acostaba cómodamente en el sillón.
Víctor ya podía nombrar el 13 sin que le temblara la voz, sin ponerse nervioso.
– Estoy contento, ¿quiere que le cuente?
– Sí, Víctor, cuénteme.
– Sabe que el martes pasado, ¡Sí el martes 13!, salí a caminar, estaba lindo, había sol y camine hasta una plaza, me senté en un banco y me quedé mirando a las palomas. Y me dije: -¡Pucha Víctor! , es martes 13 ¡Quién te ha visto y quién te ve! Y me empecé a reír, y a reír a carcajadas. ¡Y la gente me miraba! , y claro, me reía tanto que parecía un loco.
Los meses pasaron y el 13 parecía no tener importancia en la vida de Víctor.
Martes 13 espero a Víctor a las tres de la tarde, como todos los martes, imagino que entra, me saluda y se acuesta cómodamente en el sillón. Pasan las horas Víctor no viene y no avisa. Me quedo pensando… Víctor nunca falta sin avisar.
Martes 20 espero a Víctor a las tres de la tarde, como todos los martes, imagino que entra me saluda y se acuesta cómodamente en el sillón .Pasan las horas Víctor no viene y no avisa. Preocupada, llamo a su casa me atiende una mujer, con una voz entrecortada me dice.
– ¿Víctor?, no Víctor, no está ¿Pero cómo? ¿No sabe nada? ¡Fue terrible! ¡Terrible!
El martes pasado… (Silencio) Él…él…. Estaba cruzando la calle pasó una moto…y… (Silencio). Llamamos a la ambulancia, entonces….entonces…. ya nada… nada pudieron hacer. ¿Hola? ¿Hola? ¿Me escucha?….
Sentí que me temblaban las piernas y un sudor frío recorría mi cara.
Me acosté en el sillón, mirando al techo y los ojos se me llenaron de lágrimas.
Me quedé pensando… ¿Qué fue el martes pasado? ¿Qué fecha fue el martes pasado? Miré la planilla de horarios, ¡No, no lo podía creer! ¡Martes 13! Miré de nuevo, para estar segura. Y si… no me había equivocado.
Inmediatamente cancelé mis pacientes. Cerré la puerta del consultorio y me fui a mi casa.
Mientras caminaba, sentía un nudo en la garganta. Pasé por una plaza, me senté en un banco traté de serenarme, seguramente el sol y el aire me ayudarían. A mí lado se sentó una nena que tiraba pedacitos de pan al piso. El lugar se llenó de palomas desesperadas por una miguita. Me quedé mirando como revoloteaban a mí alrededor.
Miré el banco vacío que estaba frente al mío e imaginé a Víctor sentado ¡Riéndose, riéndose, a carcajadas!
¿Creer? o ¿Reventar?

Isabel Gasperini Sala, de Buenos Aires, Argentina

Percepción extrasensorial
El tipo atravesó la puerta en su primera entrevista y recién cuando le di la mano se me dio por mirarle la cara.
«Qué facha de pajero», pensé para mis adentros. No fue necesario que pase ni un segundo para decirme «Yoni, qué animal, cómo vas a pensar eso!! ¡Qué te pasa!!?? ¡Abstinencia! ¡Contratransferencia! ¡Auxilio!».
Levemente perturbado, me senté frente al pajero… perdón, el analizante y soporté un tedioso caudal de palabras dándole vuelta a la rueda del molino para ir a aparar una y otra vez al mismo lugar: una poderosa nada.
Pasado un rato demasiado extenso, el tipo hizo un silencio, bajó la mirada y lanzó: -«Yo me masturbo».
Juro que me salió así, repentino: «¿Mucho?»
Otra vez: «Qué bestia, Yoni, ¿cómo vas a preguntar eso? ¿Qué estás haciendo?». Casi entro en pánico.
El fulano, como quien no quiere la cosa y sin espantarse, presto, respondió:
– «No, no mucho, por día de diez a quince veces…»
Sabía que mentía.

Yoni Guesmuler (seudónimo), de Buenos Aires, Argentina

Un microrrelato «cabulero»

Este mes de agosto tendrá 5 viernes, 5 sábados, y 5 domingos.
Esto sucede solo una vez cada 823 años.
Los chinos lo llaman «bolsas llenas de plata».
Al enviar este mensaje a tus amigos, el dinero no te será indiferente.
Basado en el chino Feng Shui. El que no transmite el mensaje puede encontrarse pobre.
Obedeceremos… nunca se sabe. BUENA SUERTE!!!

Lucía Teresa, de Lanús, Provincia de Buenos Aires, Argentina

LAS BRUJAS NO EXISTEN…?
BRUNILDA es una abogada penalista, tiene personalidad, siempre bien parada, con decisión. Defiende sus causas con abnegación y esfuerzo. Pero…, no siempre era así. Su aspecto era oscuro, Todos los días vestía de negro o gris. Su oficina era común, no tenía grandes lujos, era austero, con poca luz. Allí pasaba horas, elucubrando estrategias brillantes como quien fuera una bruja creando pociones mágicas, escribiendo largas defensas a ladrones, homicidas y violentos. Quienes la conocían la llamaban BRUJILDA.
Un día Martes 13, Brunilda se encontraba saliendo de una audiencia intensa en los Tribunales en que defendió a una persona de baja calaña, con sendos antecedentes violentos, tropezó en una de las escalinatas del palacio, cayendo al piso y su carpeta cargada de escritos en la vereda se esparció y allí lo encontro. Era un colega abogado que a levantarse la ayudo. Vio unos ojos azules que no olvido. Y el mismo a tomar un café a ella invito. Ella, Brunilda asombrada y patitiesa se quedo. Nunca antes un hombre tan decidido, en cuenta la tomo. El café fue rápido y por sus obligaciones a su oficina, ligerito regreso. En el ascensor, en el espejo se miro y tras su negro cabello, sus propios ojos verdes chispeantes advirtió.
A los pocos días el teléfono sonó, era el colega que a almorzar la invito. Al principio dudo, pero luego acepto (ya que algo le gusto). Para la ocasión mucho se preparo, la ropa renovó, ya no era negra, sino un pantalón azul y una blusa bordo. Su pelo dejo de ser negro ya que en la peluquería lo aclaro.
Cuando al restaurant llego, el colega enamorado quedo. Ella con su presencia lo cautivo y ella también enamorada quedo.
Los días pasaron y los encuentros se sucedieron. La atracción entre ellos creció. Brunilda y su colega enamorado dejaron por más tiempo el estudio para vivir su amor. Brunilda tan bien se sintió que el aspecto personal y el de su estudio cambio. Ella mantenía su porte trabajador y su decisión, y se daba la posibilidad de separar su trabajo de su vida para compartirla con su enamorado y planificar juntos su vida en común. Y así fue que un día martes 13 del año 2013 Bruj…, perdón BRUNILDA muy feliz con su amado, se caso. Y ya no fue más BRUJILDA PARA SER SIMPLEMENTE BRUNILDA y concluir si en realidad LAS BRUJAS… EXISTEN???

Betina Mariana Hojman, de Buenos Aires, Argentina

Reunión Espiritista
Sonó el teléfono para ser invitado a una reunión espiritista por una recién conocida amiga -no se por que acepte, me pregunte- pues apenas si conozco a Carmen (la conocí porque íbamos por una vacante de trabajo y resulta que ninguno de los dos fuimos aceptados). Quizá porque me gusta, quizá por curiosidad, ya que nunca he asistido a ese tipo de reuniones.
Era de noche y la casa se veía descuidada, con muebles viejos, en los suburbios de la cuidad.
Nos reunimos al rededor de la mesa 8 personas de aspecto común y corriente. Eran las 23 horas y se procedió a llamar al espíritu del esposo de una de ellas.
Conforme pasaba el tiempo lo que empezó como una ligera llovizna apretaba cada vez más hasta convertirse en un fuerte aguacero. A lo lejos se oye el ruido de un tres que le da un toque muy especial a la reunión. Me recordó el tren de mi pueblo que pasaba a la media noche y que hace años arrollo a un camión que iba a una procesión matando a dos señoras e hiriendo a varias más, suceso muy comentado en esa época.
Cerramos los ojos, y la médium invoca al espíritu, se hace un silencio incomodo, se escucha el ladrido de unos perros, el ruido de un camión que frena a media calle, yo escucho mi respiración un tanto agitada, todos a la expectativa, se apaga la luz y un fuerte trueno se deja escuchar muy cerca. Yo estoy sudando con un sudor frío que recorre mi frente, baja por la nuca y llega a las axilas, con la boca seca, las piernas me tiemblan, deseo levantarme e irme de ese lugar, pero no me responden los pies, se niegan a moverse. Otro relámpago que ilumina la sala y momentáneamente veo los rostros de los asistentes, están pálidos llegando a cadavéricos -como seguramente esta también el mío. De verdad siento que se me paraliza el corazón, ya que late muy fuerte, tan fuerte que me duele el pecho, ese dolor va aumentando haciéndolo insoportable, con gran esfuerzo logro moverme un ligero movimiento al tiempo que se escucha un fuerte grito…Tamales oaxaqueños… Tamales oaxaqueños… suficientes para despertar, despertar empapado en sudor.

Gilberto García Suárez, de México DF, México

Decimotercero
No era un lobizón.
La desgracia de Manolo era mucho peor que una transformación en noches de luna llena. La suya era una maldición con todas las letras. Era el decimotercer hijo del matrimonio López.
Su madre era aún algo joven cuando lo tuvo, aunque ya parecía una vieja. Flaquísima, arrugada y desdentada (el calcio se lo había ido absorbiendo cada vástago en el vientre), doña María siempre había mirado a Manuel – era la única que lo llamaba así – con recelo.
Desde que nació, aquel martes 13 de enero de 1913, ella había esperado que en su hijo se hiciera carne la desgracia. Había tomado cuanto yuyo conocía, caminado leguas, en fin, había hecho lo imposible por adelantar ese parto. Pero no hubo caso, ese chico debía estar protegido por el demonio. Venir a nacer en un día así. En realidad ya había tratado de frenar a su marido. Con doce hijos, ¿qué necesidad tenía? Tampoco hubo mucho que hacer, José llegaba algo pasado de copas a veces y así no sólo habían llegado al decimotercero, sino que seguían engendrando hijos.
Apenas nació la criatura, que sobrevivió a tanta movilización materna nadie sabe cómo, le trajeron a María una bruja, para que le adelantara lo que podía esperar del crío, y combatir el maleficio, si es que la tarifa no se encarecía demasiado. El vaticinio de la mujer no le sirvió a esa madre. Le prometió que el pequeño sería fuerte, sano, y que su futuro no tendría mayores problemas.
Lechuza engañadora, conspira con Satanás y me oculta la verdad. La echó a los gritos, acusándola de robarles el dinero con mentiras. Su hijo estaba maldito y ella lo sabía.
Sin embargo los años pasaron y el niño crecía saludable, aunque su madre no lo mimaba, ni le preparaba las torrejas como a sus otros hermanos. Manolo no recordaba canciones de cuna ni caricias. Doña María prefería tomar distancia de eso que había salido de su vientre, por temor a encariñarse con la encarnación de la desdicha.
En 1926 el chico cumpliría los trece años, y para tenerlo lejos por si sobrevenía algún infortunio, lo enlistó en el ejército. De más está decir que Manolo sobrevivió a ese cumpleaños. Y a la Guerra Civil. Y a sus veintiséis. Y a los treinta y nueve. Y a los martes trece. Y a los gatos negros, las escaleras, y hasta a las mujeres de las que se enamoró y no lo correspondieron.
Tuvo una buena vida, Manolo. Ascendió en su carrera militar, obtuvo cargos, ganó dinero. Un buen día conoció a una muchacha que también se enamoró de él y se casaron. Tuvo hijos, nietos, bisnietos. Y en todos esos años, nunca se atravesó en su camino la desgracia. Falleció en el 2013, hace poco. Algo que muchos consideran más que buena suerte.
Lástima que doña María nunca se enteró, ella se fue mucho antes. Como tampoco nunca cayó en la cuenta de que la única maldición que había sufrido su decimotercer hijo fue que su madre no lo hubiera querido.

Victoria Vázquez, de Haedo, Provincia de Buenos Aires, Argentina

Era martes…martes 13. Y yo no creo en las brujas ni en la percepción extrasensorial… ¿en la comunicación de inconsciente a inconsciente? Puede ser…
El llegó como siempre, silencioso se acostó en el diván…Y entonces empecé a pensar en bichos …bichos que caminaban por las paredes, negros, ¡horribles!! ¿me estaba volviendo loca?…
Entonces el dijo: abandonaron el bar debajo de mi oficina , dejaron material orgánico en descomposición y estoy muy preocupado…se esta llenando de bichos que temo suban hasta mi piso…

Lilita (seudónimo), de San Justo, Provincia de Buenos Aires, Argentina

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