Concurso Microrrelatos del Recuerdo Quinta parte

Compartimos la quinta tanda de los microrrelatos que fueron llegando para el Concurso 20° Aniversario Microrrelatos del Recuerdo.

Pueden leer las bases en: https://vivilibros.com/convocatoria-concurso-microrrelatos-del-recuerdo/

Cuando le lavaba los pies

Me fui a lavar los pies. Mientras esperaba que salga el agua caliente, levanté la pierna y me miré el pie, con tierra en las uñas, de trabajar en el jardín, me quedé mirando los dedos largos, la separación del pulgar y el segundo, la forma del pie, flaca y alargada, y me acordé de mi papá, eran sus pies. Era como lavarle los pies a él. Esos pies grandes, tan blancos que se le notaban las venas azuladas. Cuando iba a verlo después del trabajo, ya lo habían acostado, y siempre lo destapaba y le miraba los pies, a veces le ponía medias, pensaba que tenía frío. Los fines de semana lo veía mucho sentado, se le hinchaban los tobillos, siempre le miraba los pies.

El día que murió en la clínica, tenía los pies hermosos, igual que sus ojos grises abiertos, lo miré tanto. Le acariciaba los pies, tan limpios, y suaves, como encremados, siempre tuvo la piel tan suave.

Esa tarde volví a buscarlo con la camioneta de la funeraria, el chofer me daba charla sobre porque tiene que ir el familiar, a veces se confunden y traen a otra persona de la sala refrigerada del hospital. Ir a reconocerlo ahí, en esa sala llena de cadáveres, y decir: «sí, es él». Muchas veces me di vuelta para mirarlo, que no se golpee, venía en la camilla en la parte de atrás, veía los pies desnudos, sobresalían de la sábana como mirándome, él siempre me cuidó.

Y quería estar a solas con él, en silencio, mirarlo hasta cansarme, dentro de poco no lo iba a ver más, y no, escuchar hablar un desconocido, la radio y bocinazos de tránsito en un día hermoso de sol en otoño, pasear como a él le gustaba por la Gral. Paz.

Guerrera del Arco Iris

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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La retirada

Hacía mucho que había comenzado la retirada. Mucho antes incluso de haber tomado conciencia de ello. Lo había entregado todo: su tiempo, sus ganas, su creatividad, sus ideas y nada parecía ser bienvenido. Nada era reconocido. Aún más, todo parecía ser objetado.

Acostumbrada a una vida de remar contra la corriente, tardó mucho en notarlo y siguió entregándolo todo con entusiasmo y pasíon, dando lo mejor de sí. Y lo mejor era bueno. Y así continuó sobrellevando cada maltrato, cada mal momento, cada circunstancia adversa, duplicando la apuesta. Sin embargo, el cuerpo suele decir lo que nuestros labios quieren silenciar y se niega a acompañarte, embargado por la angustia, destruye tu salud y estado de ánimo.

En esta travesía adversa, algunos comenzaron a notarlo y otros inclusive comenzaron a criticarlo. Llegó un momento en que era tanto el dolor que casi ya no dolía: ese momento en el que el dolor hace que el alma se retire del cuerpo, que el alma te abandone y ya no sientas y ya no importe.

Ahí fue cuando los otros comenzaron a notarlo y también comenzaron a retirarse. Hubo un momento en que la angustia llegó al límite. Buscó la manera de escapar sin lograrlo. Esperando que sucediera lo agendado, demorado solo por circunstancias fuera de su alcance.

Finalmente llegó la posibilidad, la salida, la oportunidad… La retirada sería demorada pero tenía fecha, ahí fue cuando comenzó a contar los días en un calendario, como los presos, esperando la llegada del gran día. En ese momento se convirtió en un observador, mirando los hechos un poco desde adentro, un poco desde afuera, sabiendo que por fin se retiraba y eso nadie, nadie, podría cambiarlo.

Edith Fiamingo

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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Canasta de comodines

El aroma a las cartas nuevas era muy particular, los mazos de esa casa de verano eran de hacía por lo menos 10 años, se podría decir que era la primera vez que sentía ese adictivo perfume. El día estaba gris, no faltaba a la costumbre de aquella época del año, un día de sol y uno nublado. Levanté el centro de mesa –un florero con tulipanes de madera violetas y rojos, que siempre me gustó- y nos dispusimos a empezar la partida. Grupos de dos: hombres contra mujeres, siempre era así.

Después de un par de rondas descartando cartas le digo a mi abuela: “¿bajás vos o bajo yo?”, confiada. Al instante, me hace una seña con los ojos y entiendo perfectamente que no llega al puntaje. No lo dudo, sacrifico mis comodines y bajo yo. “Esta vez no va a poder hacer la de comodines” dice Adolfo, mi tío abuelo. Yo me río. Es que siempre hago canasta de comodines, de alguna manera me llegan más y más.

“No puede ser la suerte de esta nena, ¡otra vez sopa!” dice mi abuelo, indignado. Mi abuela feliz y orgullosa de estar en mi equipo, al fin y al cabo, ella fue quien me enseñó a jugar. Cómo le gustaba decir que ella me enseñó a jugar, lo repetía hasta el cansancio, que nadie tenga dudas.

Ni un corte súbito hubiese alcanzado para balancear los números a favor de nuestros contrincantes, aunque esa era la especialidad del tío Adolfo. Pero lo único que lograba era hacerme enojar, lo consideraba una traición y se lo hacía saber. Tendría que estar prohibido hacer eso, yo nunca pude devolvérsela, me daba culpa. Así y todo, ganábamos cómodas. Qué cosa: con mis siete años, les era imposible ganarme en la canasta.

¿Jugamos otra vez?

Guadalupe Campos

Quilmes, Buenos Aires, Argentina

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Calculada distribución

En el espacio mágico de la cocina, en un tiempo infantil sin realidad, pensaba que los deseos de su madre se guardaban en frascos transparentes en la alacena. Dulces escondidos refugiados en cristales multicolores, especies, confituras y untuosos licores que destilaba a lo largo del año. Con amor ingenuo intuía sus sueños, con los que domaba su rebeldía y negaba su inconformismo.

Cuando ella maduró, ahita de colores y sabores; cuando la magia se había disipado, entró en la calculada distribución del amor de su madre.

La madre que todo lo da, repartía preferencias y licores de café, de mandarinas, o de huevos. Caricias y bombones de zanahoria y chocolate.

Regia en el hacer artesano, atrapaba voluntades con ribetes de primoroso crochet. Desplegaba como una gran araña sus patas, y con cada una abarcaba años de inquietud y vivencias imposibles. Trazado de un dibujo dentro del dibujo que resaltaba con diminutos cristales multicolores, ficciones, en cajas pintadas a mano.

El colmo de su amor, de su don, era el tejido de una manta de grandiosidad emotiva. El poder cobijaba sólo a los elegidos.

Como un rompecabezas, armaba la estructura de una gracia que enajenaba al escogido. Un tejido de emociones, pasiones, y múltiples filamentos que eran considerados privilegios. Un breviario que acompañaba el rito de ser madre.

Ella tejía palabras de amor, hilvanaba palabras de odio y en su conjunto era una cesión absolutamente arbitraria.

Al final de sus días, sus manos, respondiendo a un enigma, a un trazado errático, ya no pudieron seguir una línea o realizar con decoro un dibujo.

La circunstancia de que mi madre sea la protagonista de mi vida, radica en la imagen que de ella les ofrezco, compendio de todas las frustraciones, anhelos y amores de la mujer que fue.

Cristina

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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Me llamo Leonilda, pero me dicen Leo. A las reuniones de consorcio me llevo un banquito porque ya no puedo estar parada mucho tiempo. El vecino del 5*C me hace acordar a mi padre, que en realidad lo conocí por fotografías porque murió cuando yo era muy chica. Cuando Julio, mi padre, llegó a la Argentina, le anotaron mal el apellido. A muchas personas les sucedió lo mismo; yo me alegré. Durante 43 años me dediqué a la educación, aunque mi pasión son los viajes. Empecé a viajar de grande. Quién sabe si hubiese viajado de joven, estaría viviendo en otro país. A los 6 años descubrí que quería ser maestra cuando una tía me llevó a la escuela donde trabajaba. Recuerdo que aprendí a leer sola jugando con un pizarrón. Me quedaba toda la tarde dibujando y escribiendo. Mi primer trabajo fue en un grado con chicos humildes. Ello me decían: «Se va a ir como las otras maestras». Les propuse arreglar el aula; fuimos un fin de semana con los padres, y pintamos y decoramos el lugar. Ahí se dieron cuenta de que me iba a quedar. El cariño de los chicos no lo olvido más. Llegó el momento en que me jubilaron por decreto y… comencé a descubrir mi pasión. Viajé por todo el mundo, conocí al Papa Pablo Vl, fui al velatorio de Hiroito, y en Hawai fui a conocer Pearl Harbour en un barco de guerra que manejaba una mujer. Muchas veces me pregunto si me faltó valentía para hacer cosas que no hice, o por hacerlas demasiado tarde. En fin, tuve muchos novios aunque nunca viajé con ninguno; no quería tener compromisos durante el viaje. Nunca fui como Susanita, el personaje de Mafalda. Eso de casarse y tener hijos, no es para mí.

Clarice Stern

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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