Concurso Microrrelatos del Recuerdo Sexta parte

Compartimos la sexta tanda de los microrrelatos que fueron llegando para el Concurso 20° Aniversario Microrrelatos del Recuerdo.

Pueden leer las bases en: https://vivilibros.com/convocatoria-concurso-microrrelatos-del-recuerdo/

Blues

Escucho la batería y una voz profunda que acompaña cada acorde hasta convertirlo en un torrente de placer que perfora mis tímpanos.

Pero cambio a blues, esa melodía me balancea el alma y hacen que mis dedos escriban aún sin saber sobre qué.

Muchas veces solo tenemos ganas de volcar algo en el papel, aunque ninguna idea nos ayude a crear una historia.

Sin embargo, unos minutos de vida siempre son una historia, son nuestros, nos acompañan con placer o tristeza y, algunos días, chocamos excitados con el futuro que imaginamos y al siguiente nos damos cuenta que las fantasías dejan de serlo cuando se convierten en realidad y trasforman una idea maravillosa en un momento demasiado aleatoria para festejarlo de antemano.

Pero no desistimos del futuro, ni de las ilusiones, porque no existiría el soñar si dejásemos liberado el destino a momentos sin ilusión y nos convertiríamos en simple máquinas de gastar minutos sin emociones.

La música me emociona y me deja poner estrellas donde no existían, o cerrar los ojos y vivir paisajes y amores que perdurarán en mi mente mientras dure la melodía.

Cuando mis parpados decidan que ha sido suficiente, y vuelvan a mostrar el techo blanco e inexpresivo, éste se llevará en su hormigón mis caricias y mis palmeras.

Quizás el blue se termine antes que la hoja y no sabré cuál será mi próxima ilusión.

Billy

Rosario, Santa Fe, Argentina

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ÚLTIMA NOVIA

Mi última novia a fin de cuentas resultó ser una mujer bastante mañosa, aunque en realidad a esta altura del día ya no estoy muy seguro de que haya sido la última, tal vez hubo alguna otra después, pero en todo caso la mañosa quedó estampada en mi memoria como la revelación del año, o más bien debería decir del siglo, porque el repertorio de sus triquiñuelas se extendía de una manera que aparentaba no tener fin, ni fin ni finalidad, valga la aclaración, y además sus tejemanejes se adaptaban a las condiciones climáticas más diversas, pues eran capaces de exhibirse tanto en la serenidad más absoluta como entre las sacudidas más violentamente sexuales, y esto me desconcertaba a mí y también a los distintos objetos que oficiaban de testigos de sus caprichos, partícipes mudos de sus desplantes, que al principio me sacaban de quicio, pero que con el paso del tiempo empecé a dominar, pues a partir de cierta ocasión los podía dejar pasar y seguir lo más pancho con mi indiferencia, al menos hasta el momento en que ella, mi novia, la mañosa, me manifestaba en mi propia cara un nuevo requerimiento de cumplimiento imposible, tan imposible que hasta el velador de la mesita de luz en cierta forma comenzaba a matarse de risa, se ponía de mi lado, apoyaba mi negativa mientras hacía que la iluminación del cuarto titilara a todo trapo, y entonces se producía un juego de luces y sombras que nos dejaba extasiados, mirando ambos el techo de la habitación, que con su prende y apaga tampoco lograba conformarla por completo, porque al fin y al cabo así era ella, mi última novia.

Mario Capasso

Villa Martelli, Buenos Aires, Argentina

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La ciudad de balcones engarzados

La historia con sus intrincados pasajes, transcurre en un inquietante sitio de Nueva York.

Aunque no lo crean estuvimos en ese lugar .Fue cuando decidí junto a mis hermanos más chicos, y aprovechando que hacía poco tiempo había viajado mi padre, ir a visitar a mis parientes.

Queriendo investigar y encontrarnos con ese otro mundo, decidimos entregarnos a esa travesía.

El frío interpelaba los cuerpos, era el mes de febrero.

La gente tomaba mucha sopa, prefabricada, “Minestrone”.

Descubrí entonces, que había otra forma de comer, alimentos no naturales, con otros sabores y aromas.

Muchos se amontonaban en los MC Donalds, en donde además del consomé, también había comida clásica.

Los cafés, eran servidos en vasos de plástico gigantes como un cono con luz propia.

Entraban a toda hora, unos tras otros, se disponían a esperar su ración. La oscuridad en la noche sumada a ese frío se entrometía en mis pensamientos, …qué novedoso era todo , y al mismo tiempo no tan diferente.

Recuerdo algunos paseos como la visita al zoológico. Era una selva cortada en insólitos pedazos que integraba parques de árboles y animales.

En la casa de mi tía había una gata, que paseaba orgullosa, como parte de ese universo, del barrio de “El Bronx”.

A algunas de esas personas, no volví a verlas, ni a su gata… ni a la ciudad de balcones engarzados en las paredes.

Ese paisaje unía el surrealismo que daba emoción a las escenas, a una sensibilidad en todos, que puedo definir como ternura.

Marcela Kierszenbaum

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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De la incertidumbre de la vida

En la calurosa siesta chaqueña todo incitaba al descanso. Los árboles ofrecían silenciosamente su sombra para que algunos, los más desprejuiciados, sacaran su catre para “echarse un sueñito”. También los animales buscaban un lugar para dormir. ¿Quizás durante el sueño uno no sólo descansa sino también es un modo de ignorar otras penurias?

En el barrio humilde de casas de puertas abiertas, la consigna era: “Hay que dormir la siesta”, lo que para mí, una niñita de ocho años, era una misión imposible. Me quedaba quietita y con los ojos cerrados porque mi abuela decía que así iba a quedarme dormida. Pero no, conmigo eso no funcionaba. Mi imaginación creaba personajes, historias, cambiaba finales…hasta que algún ruido indicaba que el suplicio terminó.

Sin embargo, no todos los chicos dormían la siesta. Algunos aprovechaban el momento para escabullirse de sus casas y emprender aventuras reales, no imaginarias como las mías.

“El Moncho” era uno de ellos, intrépido, valiente, decidido, gracioso, lleno de vitalidad…y vivía frente a la laguna. Cuando en la iglesia me hablaban de la existencia de un paraíso yo pensaba que sería como la laguna. Los sauces llorones, que la bordeaban, inclinaban sus ramas para besar el agua. Estaba, casi siempre, repleta de camalotes con hermosas flores azules o violetas, que inexplicablemente, tenían una mancha amarilla en el pétalo superior…y de los enormes “platos de agua” de color muy verde. A pesar de toda esa vegetación, siempre quedaba algún huequito por donde se reflejaba el cielo, increíblemente azul, que me hacía creer que el agua de la laguna era de ese color.

Por supuesto que meterse en la laguna estaba prohibido. Era peligroso! La primera vez que quise remojarme los pies en sus aguas me impresioné al hundirme en su lecho barroso, sin embargo avancé un poco más, pero las raíces de los platos de aguas se me enredaron en las piernas como si fueran los cabellos de los personajes siniestros que imaginaba en mis siestas. No. No era un paraíso.

Cuando se terminaba el horario del “suplicio”, los chicos salíamos como bandadas de pájaros a los que les abrieron sus jaulas. Un día “El Moncho” no vino.

Una mañana me desperté con los murmullos de unas preocupadas voces. ¿Qué pasó?

“El Moncho” murió.

No entendí todo, sólo que “El Moncho” se metió en la laguna para refrescarse y se clavó una madera que tenía un clavo herrumbrado…y una palabra quedó grabada en mi mente para siempre: TÉTANO.

Prendida de la pollera de mi madre fui a la casa del Moncho. Me parecía imposible que todo se viera igual si ”El Moncho” había muerto…pero cambié de opinión cuando se abrió la puerta y vi al Moncho envuelto en una sábana arriba de la mesa.

¿Por qué?

“No hay plata”

La escena parecía irreal.

Mi casa quedaba en la calle que llevaba al cementerio. Con frecuencia veía pasar los coches fúnebres tirados por hermosos caballos y se podía ver el cajón con letras doradas que decían el nombre del muerto. Si era un “angelito”, la carroza fúnebre era blanca, al igual que el cajón. Pero “El Moncho” no tenía cajón, sólo una sábana que envolvía de manera rara, su cuerpecito. No entendía ni la muerte del Moncho, ni que lo pusieran con sábanas arriba de la mesa, ni que no había plata.

Volvimos a casa y mi padre le pidió a mi mamá que fuera a la tienda a comprar no sé qué cantidad de una tela barata que se llamaba batista. Allá fue mi madre en bicicleta, bajo el ardiente sol del verano.

Yo me acurruqué en la silla de respaldo redondo y contemplé a mi padre. Buscó tablones, fáciles de encontrar en una casa que se construía “de a poquito”. Tomó medidas y con una regla grandota de madera y un lápiz de punta finita fue trazando líneas. Serruchó, lijo y clavó mientras sus hermosos ojos verdes, que muchas veces me acariciaban con su mirada, se llenaron de lágrimas. Sólo una vez había visto así a papá, fue cuando el cartero trajo una carta, con letra redonda y derechita, con la triste noticia de que su madre había muerto. Intuitivamente no dije ni una sola palabra hasta que el cajón quedó forrado con la tela celeste y listo para acompañar al Moncho en su triste destino.

En aquel momento lejos estaba de imaginar que tu corazón dejaría de latir sólo tres años después.

Sé que mis palabras y mi amor te llegan, porque siempre estás conmigo.

Quiero decirte que, así como tu mirada me sostuvo durante muchos años difíciles de mi vida, mi mirada te sostiene siempre, diciéndote: ¡Qué orgullo siento de ser tu hija!

Zulma López Arranz

Buenos Aires, Argentina

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Agua viviente

Lluvia furiosa, la ciudad se estremece. Vertiginosa es la caída de los traslucidos y delgados flecos color plata, que al observarlos a través del ventanal parecen lastimar el delicioso paisaje. Hilos transparentes que flamean para donde los lleva el viento, no se resisten, fluyen.

Repiqueteo acompasado y constante de las gotas cristalinas sobre el charco alborotado; melodía perfecta para acompañar un descanso. Sobre el alero de zinc se derraman unas gotas traviesas que obligan a cambiar el compás de la música.

En un arrebato impertinente una ráfaga insolente hace castañear las tablas de la persiana de madera. Un silbato rechinante, destemplado atraviesa la ventana dispersando los pensamientos del absorto escritor.

-¿adónde iba “el agua dulce que bajaba por la pendiente”, “clara como el agua limpia en los cauces del corazón.”?

¿Qué otros caminos, campos, ríos, mares recorrerán? Interminables serán sus anécdotas. ¿Cuántos testigos habrá?

¿Alguna vertiente calmará, la sed de un moribundo o tal vez la de algún enamorado?

Las aguas permanecerán en cada lugar lo que deban estar, se contestó el escritor.

Como cada persona y circunstancia subsiste en nuestras vidas.

 Sylvia Sondej

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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