E-mailiando con… Miguel Vitagliano

En esta oportunidad compartimos con ustedes el E-mailiando con… Miguel Vitagliano, una entrevista vía e-mail que estuvo a cargo de Viviana Rosenzwit.

Este trabajo forma parte de E-mailiando con…, un e-book publicado en el año 2005, que ahora se ofrece abiertamente en nuestra web para todos los lectores.

Miguel Vitagliano nació en Buenos Aires, por el año ‘61, es escritor y profesor de Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires. En 1996 recibió en la ciudad de Berlín el Anna-Seghers Preiss, un premio con el que se reconoce la obra de un nuevo narrador latinoamericano, por su tercera novela, Los ojos así. En 1998, al publicarse su novela Cielo suelto y -en colaboración- su ensayo El terror y la gloria. La vida, el fútbol, la política en la Argentina del Mundial 78, fue reconocido como uno de los tres nuevos narradores destacados en la encuesta realizada por la Revista Tres Puntos a escritores, críticos y editores. Ha escrito obras para radios, entre ellas Luna de Frontera (1994) que ha obtenido el primer premio en el Concurso Nacional de Obras Radiofónicas, organizado por el Instituto Goethe, Radio Clásica, Fundación Carlos Somigliana, entre otras instituciones. Ha sido capacitador de AMARC (Asociación Mundial de Radios Comunitarias) y profesor invitado en el Centro de Capacitación radiofónica de Deustsche Welleen para dictar cursos en distintos países de latinoamérica sobre experiencias radiofónicas. Entre sus novelas se encuentran: Posdata para las flores (1991), El niño perro (1993), Los ojos así (Tusquets editores, 1996), Cielo suelto (Tusquets editores, 1998), Vuelo triunfal (Tusquets editores, 2003), Golpe de aire (Grupo Editorial Norma, 2004), La educación de los sentidos (2006), Cuarteto para autos viejos (Eterna Cadencia Editora, 2008), El otro de mí (Eterna Cadencia Editora, 2010), Tratado sobre las manos (Eterna Cadencia Editora, 2013).

¿Cómo cree que influyó el psicoanálisis en relación a su escritura?

Mi relación con el psicoanálisis ha sido la de un paciente muy paciente: fui a mi primera entrevista un día jueves de 1981, y salí de mi última sesión otro día jueves, pero de 2000, y con otro analista. A lo largo de esos diecinueve años mi vida entera había cambiado, todo ya se encontraba en un lugar diferente, incluso yo. Se me hace difícil saber cómo hubiera sido de no haber emprendido ese viaje siempre lo consideré un viaje- a mis veinte años. Pero de algo siempre he tenido conciencia: fue en las sesiones de mi primer análisis en que me oí decir yo soy escritor, y fue en mi segundo análisis donde, además de decirlo, me lo creí.

Tal vez haya sido por eso que la situación de estar recostado en el diván para mí siempre fue similar a la de escribir. Miraba el cielorraso en blanco y mis palabras se iban imprimiendo allí y yo podía leerlas, releerlas, volver atrás, y tachar. Vivía como en medio de ese brevísimo y maravilloso poema de Ungaretti: M´illumino / d´inmmenso. Supe, entonces, que la corrección era una tarea casi tan imposible como la de tachar y que escribir era lanzar con fuerza las palabras hacia arriba y contra las paredes.

¿Se podría pensar que existe un estilo de escritura que engloba a los de su generación o el estilo es siempre singular de cada autor?

Los estilos son singulares, pero sin duda están marcados por las épocas.

Aunque no creo poder decir fehacientemente si hay o no un estilo que «engloba» a los escritores de mi generación, me gustaría arriesgar algunas características. La primera es que ya no escribimos dentro de los mismos «globos». Es decir, por un lado, no nos vemos obligados ni a enfrentarnos a Borges ni a reivindicarlo de esos se han ocupado las generaciones anteriores-; por el otro, la literatura y los escritores ya no se sienten mandatarios de ninguna representación social. Por supuesto que esto último puede tener diversas lecturas, pero en ninguna de ellas debería tomarse lo que digo como una despreocupación hacia lo social o lo político. En todo caso se trata de una constatación. La literatura ya no tiene ese poderoso peso simbólico en y sobre el mundo social (con la generación del «boom» se han terminado esos baluartes en Latinoamérica, por ejemplo), y frente a eso quedan dos respuestas: el lamento melancólico o hacer literatura. La segunda -y siempre en referencia a nuestra condición de argentinos-, es que nuestra generación no sólo ha crecido en medio de la peor de las dictaduras que nos marcó a fuego, sino que nos hemos formado también con las más desprejuiciadas mezclas de estilos y producciones culturales. Esas fusiones tan presentes, dispares y diferentes que se leen en la nueva literatura y que en generaciones anteriores llevan por lo general el atenuante de un epígrafe «culto»- condicen, por otra parte, con las claves fundacionales de nuestra tradición cultural, es decir desde la gauchesca al tango. La tercera es que nuestra generación ha leído y lee a los escritores de la generación anterior. Es decir, podemos valernos de su experiencia.

¿Cómo podría caracterizar el acto de escribir? ¿En qué momento un texto se vuelve acto para usted?

El acto de escribir siempre es solitario y tiene algo, o mucho, de misterioso. Realmente no sé en qué momento un texto se vuelve acto. O, mejor dicho, lo sé, pero la respuesta podría sonar caprichosa: un texto se vuelve acto cuando escribo, cuando puedo escribir, cuando veo que puedo escribirlo. Lo que sé y en un momento ignoraba, es que hay determinadas historias que son para mí y otras no. Alguna vez pasé más de dos años trabajando en un relato hasta que finalmente acepté que esa historia, por más que me deleitara haberla escrito, yo no la podía escribir. Siempre me intrigó ese extraño mecanismo que hace posible las afinidades, pero terminé por convencerme de que es lo mismo que sucede con las lecturas. Henry James decía que la casa de la literatura tiene mil ventanas; es posible entonces que tal vez podamos mirar desde todas ellas pero habitar en un solo cuarto por vez. Por supuesto, alguien preguntará: ¿Y esa «vez» dura acaso toda la vida?

Si pensamos la escritura como un acto, ¿en qué sentido la experiencia es realmente un valor para el escritor? Y siguiendo esta línea, ¿cómo se podría plantear la enseñanza para quienes intentan desarrollarse como escritores?

Me interesa la matriz de ese relato japonés que, significativamente, tiene diferentes versiones. Un pintor se encierra en su taller con el encargo de realizar una obra en determinado tiempo. En el transcurso de los días el pintor se ocupa de hacer los más diversos trabajos, menos dedicarse a esa obra a la que considera un hapax en su vida. Al llegar al último día, en el instante final en que está por vencer el plazo, se acerca a la tela y marca un trazo. Para mí no hay mejor ejemplo que ése de la relación entre escritura y experiencia. No es posible señalar una línea tajante que separe una y otra en los días del pintor: su pintura no puede estar sino cargada de la experiencia de cada uno de los momentos previos, aunque resulte difícil reconocerlos en el trazo. Hasta resultaría imposible indicar si hubo algún instante en esos días en que no haya pintado, porque lo único que sabemos simplemente es que el trazo irrumpió al final. El acto de escribir no es sólo esa decisión última cargada de riesgo (¿acaso sabemos cuáles serían las consecuencias que recaerían sobre él si no cumple con el encargo?), el acto de escribir es también la experiencia de los días previos. Tal vez sea, sobre todo, lo segundo.

En mi criterio, todo se puede aprender, pero no todo se puede enseñar.

La justeza del trazo pertenece, por cierto, a la serie de cosas enseñables y aprendibles. Los días previos y los por venir del pintor son calladamente aprendibles.

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