Concurso Microrrelatos del Recuerdo Primera parte

Compartimos los primeros microrrelatos que fueron llegando para el Concurso 20° Aniversario Microrrelatos del Recuerdo.

Pueden leer las bases en: https://vivilibros.com/convocatoria-concurso-microrrelatos-del-recuerdo/

Domingos de Terror

Me aterraba y apasionaba -desde mi pequeñez- ver en sus manos el ir y venir rítmico, inalterable, feroz y perfecto de su cuchilla golpeando la madera…

Creo que su amor me aterró y apasionó toda la vida. Sucedía como un ritual: todos los domingos por la mañana (cerca del mediodía), ella enroscaba la masa de los fideos y comenzaba ese momento pasional, -que aún resuena en mis oídos- y no sé si segundos, minutos, horas después de esta parálisis letal (yo aterrorizada desde abajo de la mesa), esas mismas manos depositaban la filosa cuchilla a un costado; y envuelta en la neblina blanca de la harina, acariciaba los fideos alzándolos y depositándolos con una ternura que me lavaba el alma de alivio.

Y siempre escuchaba las mismas palabras: ¡Qué parejitos los fideos! ¡Ni uno más ancho que otro! Decía el coro de sus hijas. Siete hijos y sus familias, nos aprestábamos a vivir aquellos mediodías de domingo, donde yo, flotaba entre cuchicheos, conversaciones, risotadas, climas de “submundos” incomprensibles. Era mi abuela.

Marta Chemes

Corrientes Capital, Argentina

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Sorpresivo encuentro

Después de un sueño reparador, se levantó entusiasmada, supo que había llegado el momento de emprender el viaje.

Recorrió la casa para ver que estuviera todo en orden, el dormitorio y el comedor estaban prolijamente acomodados igual como los había dejado en la mañana, también en la cocina seguía estando la taza de café sobre la mesa.

Pensó en llevarse algunas ropas y cosméticos, pero recordó lo que le habían dicho de lo imprescindible y necesario en ese lugar.

Estaba vestida con su traje de secretaria ejecutiva que lucía orgullosa y como siempre relucientes sus zapatos de charol.

Se terminó de acicalar frente al espejo, acomodó su traje y frotó contra sus piernas los zapatos para que lucieran aún más. Se sorprendió al verlos un poco agrietados y que casi habían perdido brillo como si la lluvia los hubiera inundado por días.

Se asomó por la ventana del cuarto. Afuera la estaban esperando. Llegó su hora y debía partir.

Antes de salir un escalofrío recorrió su cuerpo cuando vio de refilón el diario que asomaba mojado por debajo de la puerta. Lo hizo a un lado. No quiso detenerse.

Intuyó que estaba a un paso de su última morada. El accidente se había producido en hora pico de la mañana en la intersección de las avenidas principales del centro de la ciudad.

La lluvia era torrencial y habían empezado a titilar los semáforos alocadamente… Todo propiciaba al encuentro fatal.

El descontrolado colectivo fuera de línea la sorprendió cuando cruzaba… fue un golpe seco y sin dolor… todo su cuerpo rodó aplastándose contra la acera.

A lo lejos se veían solos inocentemente olvidados sus zapatos de charol que ahora lucían ajados y sucios arrollados por las ruedas del gigante de metal.

Mónica Secilio

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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Él

Eso sí: El abuelo ausente de la mesa; nadie decía nada; yo lo veía en su pieza (no era la de la abuela). Necesitaba ir a buscar su caricia. No podía comprender por qué no estaba… El tiempo me dio la verdad: Una vez se enamoró y quiso romper su matrimonio, pero ella dijo que no; de modo que vivió una larga vida de dos hogares, dos mujeres, hijos y, un día, murió.

No sé cómo murió. Sí cómo vivió. Con pocas palabras. Recuerdo que sus caricias me gustaban porque se sentían plenas, fuertes y francas. Tuve un solo gesto de “Amor de Desagravio” en su vida. Fue una Noche Buena; ya mayorcita manejando el auto, fui a su casa y le pedí que se vistiera y viniera conmigo. Para sorpresa y horror de la familia, esa noche el abuelo presidió la mesa… y yo, sentía que fue una Noche-Buena. La terraza de mi casa, ese día, estuvo más cerca del cielo…

Marta Chemes

Corrientes Capital, Argentina

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Del amor y el terror

Cuentan que mi bisabuelo materno sufrió en Paraguay la expropiación de sus campos, y siguiendo su vasca estirpe, decidió resistir: No salió de su casa, su mujer lo acompañó. Y ahí, en el casco de la estancia, murieron quemados tras el incendio agresor. Las tres hijas (9, 6 y 4 años) fueron expatriadas y pupilas en un colegio religioso de la frontera en Argentina. Quien fuera mi abuelo materno conducía un taxi. Llevaba a los terratenientes a controlar su explotación de los yerbatales. Por mágica casualidad llevó unas monjas y entró al colegio. Se vieron y lo demás fue fácil: La “secuestró” con sus 14 años y las dos hermanas menores. Así se inauguró ese familión con siete hijos. También casó a sus hermanas que –más moderadas- tuvieron tres y dos hijos. ¡Cómo no entender en esta abuela la ternura y el terror…!

Marta Chemes

Corrientes Capital, Argentina

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Tangos en la madrugada

Soy una persona mayor. A veces, en las noches el insomnio me acosa y no sé qué hacer. ¿Dar vueltas en la cama hasta que el sueño retorne? ¿Contar ovejitas? ¿Tomar una pastilla? Nada de eso. He decidido encender la pequeña radio cerca de la almohada y distraerme hasta que llega el sueño.

Me gusta escuchar voces. Acompañan a mi soledad. Últimamente he vuelto con placer al tango, que sólo se emite en dos o tres emisoras en medio de la madrugada.

Se preguntarán por qué he elegido esa música. Estuve pensando mucho al respecto hasta que descubrí el motivo: retenida en el inconsciente, aguardaba reaparecer.

Les cuento: Tenía 12 años. Fui la más pequeña de mis hermanas. Como todas trabajaban, yo debía colaborar en los quehaceres de la casa. Me tocaba lavar los platos al mediodía y barrer los pisos: hecho sumamente tedioso. Claro, aún no existía la ayuda tecnológica actual. Por eso recurría a la radio y los discos de pasta, cuyos sonidos musicales hacían más agradable mi tarea.

Recuerdo que por entonces, varias radios, Del Pueblo y Porteña, programaban audiciones de tangos, sobre todo la orquesta de Aníbal Troilo, cuyas poéticas letras de Homero Manzi, plenas de nostalgia me sumergían fuera de la prosaica realidad doméstica. Evidentemente, soy una sentimental… Y, en un ademán fantasioso, abrazaba la escoba intentando bailar un tango. Debo admitir que jamás logré hacerlo bien. Nunca, soy “pata dura”.

Se acercaba la era de Elvis Presley. Nacía una corriente musical que hasta hoy cautiva a los jóvenes. Y yo también me dejé seducir por el rock and roll.

Pero ahora he vuelto al tango. En Ruanda un proverbio proclama: “No puedes esconder el humo, si encendiste el fuego”.

Elvira Levy

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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Por Dios

—Gracias, Dios.

—Más despacito.

—Gracias…, Dios…

—No, quise decir más bajito.

—Ah. Gracias, Dios.

—Devuelta, así, apenas un susurro.

—Gracias, Dios.

—¡Ahora sí! De nada.

Fernando Müller

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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El Don

Aquel día parecía empezar como cualquier otro. El café, el baño, un poco de maquillaje que intento moderar. Me gusta a veces suavizar los gestos, otras acentuar las lineas de las cejas, improvisar.

Llovía, gotas no muy pesadas. Bajo las escaleras. Cinco cuadras hasta mi colectivo preferido. No tengo cargada la Sube, me doy cuenta cuando apoyo la tarjeta en el lector. El colectivero me guiña el ojo para que pase igual.

Un viaje de pocas cuadras que dura una eternidad. Es el tráfico de objetos en la calle, o de servicios, o de desesperaciones para cumplir un horario. La puntualidad hace al salario.

Llego un poco temprano a mi destino. Paro en Mc Donald’s para beber un café mas, de vez en cuando allí paro. No creo que un café cada tres meses haga subir sus acciones.

De pronto, entra un hombre con enanismo, de la mano de una nena con un globo azul. Mi color preferido. Hacen la breve cola para hacer su pedido. El señor, cuando tiene que pagar, escudriña en sus bolsillos, una y otra vez. La gente pone cara amarga y destila impaciencia. Trato de concentrarme en lo que quiero leer y no puedo. El globo me hace guiños. La nena, lo mira en éxtasis, ajena a lo que acontece.

Me dirijo a la caja. ¿Qué pasa? Es que no encuentro mi billetera, me la habrán robado. Estoy molesta por la gente que murmulla por lo bajo. Pago una modesta suma y se sientan conmigo, sin preguntarme. Me restan quince minutos para llegar a destino.

Me cuenta, mientras el globo azul me sonríe, que el circo donde trabajaba cerró, que la madre de la niña murió. Ante tal relato, pierdo noción del tiempo y del espacio. Continuamos hablando, la niña me mira suave, sus ojos hablan letanías inasimilables. Debo irme.

Llego a destino. Tengo que pagar. No encuentro mi billetera.

Las billeteras van y vienen, se donan de unos a otros. Ese día el don labró su huella itinerante.

Gabriela Odena

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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