Concurso Microrrelatos del Recuerdo Última parte

Compartimos la última tanda de los microrrelatos que fueron llegando para el Concurso 20° Aniversario Microrrelatos del Recuerdo. Y ya luego, nos abocaremos a seleccionar a los ganadores. Aunque es importante decir que todos ganamos con la linda energía festiva que circuló estas semanas por acá, gracias a todos ustedes!!

Silvino

De pibe tomaba el seis desde Parque Patricios hasta el Club Ateneo. Ese día el bondi, un Bedford sin puerta atrás, vino repleto. Subir resultó difícil. Para colmo de males yo nunca sabía dónde poner el bolso –grande, de mano– y los otros pasajeros solían tropezarse. Me miraban mal. Al llegar al Congreso, cuando me dirigía hacia la puerta para bajarme en la próxima, escuché la voz aflautada de un señor mayor con abundante melena blanca –a quien reconocí inmediatamente– que interpelaba a un joven de bigotitos anchoa con cara de vivillo.

–Muchacho –dijo– deje pasar a la señora… ¿no ve que va a bajar?

–Olivate vejete porque te gasto –vomitó el susodicho.

–¡Eh!.. ¡pero qué pendejo maleducado! – señaló el viejo

–¡Bajá pitito que te rompo la trompa!

El colectivo llegó a la parada y descendió casi todo el pasaje el cual, inmediatamente, formó un círculo dejando al joven y al viejo frente a frente. El jovencito primerió y, de derecha, tiró un poco ortodoxo cross a la mandíbula del viejo que giró apenas su cara al mismo tiempo que flexionó levemente las piernas, lo que le permitió esquivar el golpe y sacar un uppercut que hizo estallar la pera del muchacho. Se oyó el quebrar de huesos. Cayó de espaldas. No hubo sangre. Nunca la hay con estos golpes.

–¡Pibe! –Grito el viejo, se me acercó y me acarició la cabeza– ¡¿Cómo andás?! ¿Tu viejo?… ¿Bien?

–Si, Silvino. Todos bien –dije– ¿Y usted?

–Me alegro… Yo bien… ¡Ah! Avisale que el viernes vamos con el Sordo Lito a Unidos de Pompeya. Pelea el hijo del tarta. Después nos quedamos a comer.

–Le digo

–¡Que te traiga eh…! ¡Qué grande que estás…! ¿Qué hacés? ¿Siempre nadás?

–Sí

Raúl Zolezzi

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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Amantes

Me muero por saber algo de vos, por enviarte otro email, por llamarte. Sin embargo, tengo que abstenerme. ¿Quién te llamaría? ¿A qué lugar? ¿A tu oficina donde alguna vez hicimos el amor? ¿Cómo me presentaría? Ni siquiera tengo el número de tu celular. Te mandé un correo hace cuatro días: no me contestaste.

Hace un año, la segunda vez que nos vimos me dijiste que estabas casado, no me molestó. La existencia de tu mujer me resultó un dato sin importancia que me contaba alguien con quien yo aún no sabía si quería hacer el amor. Hasta me alegró saber que tenías un hijito que se había largado a caminar.

¿Y qué lugar ocupo ahora? Me lo pregunto a medida que pasan las horas del día de tu cumpleaños. Sé que estás en una celebración familiar.

Las fechas, las fechas. Después de todo, ¿qué importancia tiene una fecha? Por qué tengo que llamarlo justo para su cumpleaños? ¿Te alegraría que lo hiciera? Ya te hice llegar mi regalo a la oficina: una cerámica que hice pensando en vos. Un objeto circular que se asemeja a un cenicero pero no lo es. “¿Qué es?”, me preguntaron los compañeros del taller. Está pintado de color beige, verde, marrón, plateado y amarillo.

La última vez que nos vimos me contó que está casado hace siete años. “Casado hace siete años”, repetí en voz baja varias veces antes de dormirme. Recién entonces me dolió, me imaginé que era menos tiempo.

Paula Varsavsky

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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LA PLUMA MENSAJERA

Con la tibieza del sol comienza a despertar la vida.

Esta mañana iba caminando por las calles concurridas y ruidosas, cuando de improviso algo ocurrió, lo cual me dejó inmóvil e inmersa en lo profundo de mi ser.

Una pluma blanca, voluptuosa, cayó del cielo con movimientos lentos y ondulantes, rosó mi rostro y siguió su curso impulsada por el viento. Fue suave caricia que motivó una infinita sensación de paz.

Esa pluma que había sido abrigo de un pequeño cuerpecito apenas salido del cascarón, sintió que debía desprenderse para iniciar su vuelo fugaz. Como lo hizo el ave, también abandonó la maternal seguridad del nido para entregarse a la voluntad de una ráfaga inquieta que la transportó en alas de su libertad.

Por momentos levitaba suavemente, otros giraba con fuerza o se deslizaba rauda por el suelo entre la gente.

Pude ver con asombro que nadie advertía su presencia, todos caminaban con rapidez, absortos en sus preocupaciones, sin elevar la mirada a ninguna otra cosa que sus propios intereses.

Pero esa pluma estaba allí dotada de un halo de misterio, tan suave, liviana y etérea dando su vuelo final, con la loable misión de mostrar un mensaje.

Era el anuncio que Los Ángeles enviaron, el renacer de un nuevo ciclo vital, la magia de una mañana luminosa que invita al amor.

El milagro de la vida se manifiesta en el fresco comienzo de un nuevo día y en la somnolienta quietud del atardecer; la pluma mensajera se sumerge en esa magia.

Ahora detiene su viaje, descansará inundada de brillo bajo la luna y las estrellas, luego continuará llevando su sueño de libertad por los caminos del mundo, a quienes abran su corazón para percibir la sutil danza de la vida.

Mirta Bacalini

Casilda, Santa Fe, Argentina

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El nene y la nena

Microrrelato 1

Siempre fuimos “el nene” y “la nena”. Ya en edad escolar, cuando volvíamos de la escuela y nuestros padres aún no habían llegado de sus trabajos, hacíamos una pasadita por la panadería de Doña Delia y la Pocha. Ellas vendían las tortitas negras más ricas que nosotros pudiéramos conocer. Entonces mi hermano, dos años mayor que yo y seguramente más hambriento, se comía hasta la última. En venganza yo le demostraba mi enojo saltando sobre su cama con los zapatos de la escuela todavía en los pies. Mucho grito habrá habido porque los queridos Doña Julia y Don Carlos nos gritaban desde el otro lado del tapial: “¡Héctor! ¡Alicia!”, “¡Basta chicos!”. Y al instante Catita, la lora de Don Carlos, repetía a viva voz “¡Héctor! ¡Alicia!”. Era momento de callarse y hacer las paces.

Microrrelato 2

“El nene” y “la nena” debiéramos haber tenido juegos distintos y tal vez los teníamos, pero había algunos que nos mantenían unidos. Juntábamos docenas de botellitas de inyecciones que le pedíamos al enfermero del barrio y, bien lavadas, las llenábamos con agua coloreada con las minas de los lápices más viejos. Organizadas como en una farmacia nos extasiábamos ante la fila de botellitas antes transparentes, ahora de colores, cerradas con unos tapones rojos o grises de goma dura. Y cuando todo, absolutamente todo estaba dispuesto, tanto en nuestra imaginación como en la voluntad de arrancar con el juego, sobrevenía la catástrofe: “No juego más”- decía mi hermano. Era para mí la demolición del mundo, el ocaso planetario, el acabose ferozmente corporizado. Un río de hielo me corría entonces por dentro y aunque la tristeza volvía naves huérfanas a las botellitas de colores, yo era, sin dudas, la nave mayor.

Alicia Acosta

Santa Fe, Argentina

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COLIBRI

Hace un mes del encuentro, cuando el calor abrumaba las plantas en mi jardín y las nubes se iban densificando, como anuncio claro de pronta tormenta, salí a leer, a estar en contacto con la naturaleza y a percibir al menos una circunstancial brisa de verano que refrescara la tarde.

Sola y en silencio, compenetrada en mi lectura, escuche un trinar que me sacó de la fascinación de la historia que leía.

Mire en dirección a ese canto y pude comprobar que se trataba de un colibrí!

Ese minúsculo ave del paraíso, de color esmeralda, desplegaba sus alas, moviéndolas con fervor, entre las flores blancas del jazmín. Iba de una en otra con tanta rapidez, mientras las plumas de su cola, desplegadas cual abanico multicolor, mostraban su majestuosidad.

En ese momento nació un romance que hace estallar mi corazón; todas las tardes lo espero con ansiedad.

La cita es un hecho frecuente, se repite sin falta antes de cada crepúsculo.

Se aparece de improviso, son unos pocos segundos; entre trinos y aleteos su pequeño pico va libando el néctar que las flores le entregan amorosamente y el encanto dura hasta el ocaso siguiente.

No me percibe, no sabe que soy su enamorada silenciosa, pero ha creado un estado de encantamiento en mí; desde ese día vivo esperando el momento fugaz que guardo como tesoro en mi alma.

Mirta Bacalini

Casilda, Santa Fe, Argentina

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UN SUEÑO AZUL

Recuerdo que Seiko siempre se sintió hijo de la tierra. Dueño absoluto de los secretos de las plantas, el vivero de General Rodríguez, era su paisaje.

Había sembrado semillas e injertado plantines, desde que era un niño. Sus manos ásperas y huesudas, delataban el duro trabajo con la tierra. Y era en su rostro cetrino donde se encontraba al sol del mediodía. Verlo trabajar en sus rosales, era creer que estaba orando

Él era un hombre silencioso, sobrio de palabras. Sólo ante las rosas, sus ojos oblicuos brillaban. Frente a ellas, Seiko recuperaba el habla y una tímida sonrisa, se dibujaba en su cara.

Fue así que una mañana de primavera, luego de haber experimentado por años, los pimpollos color azulino, despertaron. La exquisita rosa azul, intensamente buscada, era una realidad posible.

Seiko lo anunció en el pueblo, como si se tratara de un nuevo nacimiento. Los vecinos curiosos, llegaron desde lejos con la intención de adquirirla. Pero Seiko sólo había colocado frente a su vivero, un gran cartel con la siguiente frase: «Los sueños imposibles, también pueden alcanzarse».

María Cristina Eremita

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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El verdadero valor de una mujer

El verdadero valor que toda mujer posee es esa fuerza invencible que asoma tanto en los momentos de felicidad, como en aquellos de extrema congoja.

Esa luz interior que resplandece como un sol cuando se trata de entregarlo todo por amor.

Podemos transformarnos en esposas, madres, hijas, hermanas, así como en doctoras, psicólogas, enfermeras, amas de casa o amantes fervorosas, en un minuto de ser necesario.

Podemos exhibir la sonrisa más sensual cuando percibimos la belleza, la bondad, el amor, lo divino y también nos ponemos de pie, abocadas a la lucha cuando la injusticia o el dolor lo requiera.

Callemos! cuando es necesario, alcemos la voz! cuando haya que hacerlo y nunca olvidemos que estamos pisando esta tierra sagrada, tratando de dejar nuestra huella profunda, contra viento y marea.

Marchemos todas juntas, guiadas por esa fuerza interior que guardamos cuál precioso diamante, en nuestros corazones.

Mirta Bacalini

Casilda, Santa Fe, Argentina

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Budapest

Una angosta escalera desciende y me conduce hacia la luz, no es más que la puerta de calle, seguramente será mi futuro recuerdo de la entrada al paraíso.

Mi abuelo, quien guía mis pasos, mientras me explica que es un katicabogár ahora bichito de San Antonio.

Es invierno, salimos a la calle que promete oler a castañas y zapallo; también a nieve, a viento que baja por el Danubio y se encamina gélido hacia el Bósforo, cruzando su salvaje delta sobre el mediterráneo; los restos del deshielo del Danubio alguna vez llegaros a las puertas de Estambul.

El abuelo Juan porta la elegancia que a principios del siglo XX portaba toda Budapest, un ambiente donde discuten Klein con Ferenczi. Budapest con sus aires entre intelectuales y aristocráticos, queriendo ser Europa no puede sino dejar saborear su herencia oriental.

Zapatos, sombrero y sobretodo con cuello de pana, bigotes manchados en tabaco; hace relativamente poco lo creí ver caminando en la Av. Múzeum (krt.) sobre la vereda del Eötvös Loránd University, le seguí el paso un rato en su rápido andar hacia el Museo Nacional Húngaro, el frio viento del invierno daba especial movimiento a su paso que mostraba la autoconciencia de su porte, su andar e indumentaria, su postura que se contraponen casi violentamente a la estética kistch del Mc Donalds y el Burguer king en cuyas puertas los jóvenes neofascistas se agolpan, sin darse cuenta que sus dueños son los mismos contra quien protestan.

Budapest ciudad de revoluciones inconclusas, donde alzaron la voz poetas como Pétofi y se sentaron en esos mismos cafés que hoy sólo son para turistas, todas cosas que indican los cambios de las diferentes épocas que se arremolinan y amontonan en la melancolía de una ciudad que vio pasar los siglos de sobresalto en sobresalto.

Csaba Herke

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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